
Autoobservación: ¿por dónde empiezo?
De todos los seres vivos, los humanos somos los únicos que tenemos la posibilidad de ser plenamente conscientes. Todas las formas de vida tienen su respectivo grado de conciencia gracias al cual interactúan con el entorno y consigo mismas, pero solo nosotros, los humanos, nos damos cuenta de que somos conscientes. Los sapiens sapiens (así nos hemos autodenominado) sabemos que sabemos, nos damos cuenta de que nos damos cuenta. Podemos decir o pensar cosas como: “¡Oh! ¡Mirá cómo me enoje!” o “¡Qué bien me estoy sintiendo”. Autoobservarnos es una posibilidad mágica, ya que nos abre las puertas a la interacción con nuestro mundo interior.
Cuando queremos hacer un cambio en nuestras actitudes es fundamental, en primera instancia, poder observarlas. Es muy difícil cambiar lo que no podemos ver. Si no te das cuenta de una determinada actitud, difícilmente puedas hacer algo para modificarla. Pero si te das cuenta ¡ya hiciste la parte más difícil! Tomar consciencia de que se necesita aprender algo es un paso fundamental en el proceso de aprendizaje.
Aprender tiene distintos pasos o etapas. Se pueden resumir en cinco:
- No sé que no sé: en esta etapa no somos conscientes de que no sabemos. Por ejemplo, una persona que sistemáticamente se queja y ni siquiera es consciente de que lo hace. Desconoce lo que le pasa y desconoce otras posibles variantes de conducta para transitar las situaciones. Hace lo que sabe hacer, no es capaz de hacer otra cosa ni parece querer cambiar su comportamiento.
- Sé que no sé: aquí sí que somos conscientes de que necesitamos aprender algo. Volviendo al ejemplo, nos damos cuenta de que usamos la queja como único recurso y nos proponemos cambiar esta actitud, lo que nos lleva a la siguiente etapa.
- Confusión: los conocimientos nuevos y los viejos conviven y pelean dentro de nosotros para salir al frente. En nuestro ejemplo nos encontraríamos arrepintiéndonos de alguna queja o haciendo un esfuerzo por decir algo alternativo cuando estamos por quejarnos.
- Sé que sé: en esta etapa ya podemos aplicar los conocimientos nuevos y somos conscientes de nuestra mejora, de nuestro aprendizaje. En el ejemplo de la queja, estaríamos conscientes de que ya no nos quejamos ante las situaciones que anteriormente nos molestaban, pudiéndonos sentir orgullosos de nuestro avance.
- No sé que sé: en esta etapa ya estamos totalmente automatizados en el aprendizaje nuevo y ni siquiera somos conscientes de que hacemos lo que hacemos. En nuestro ejemplo ya habríamos dejado de ser quejosos sin necesidad de esfuerzos y ni cuenta nos daríamos de que ya no nos quejamos.
Gracias al gran desarrollo que tiene nuestra corteza prefrontal (CPF) podemos transitar estas 5 etapas. El grado de activación y maduración de nuestra CPF determinará qué tan eficientemente pasaremos de una etapa a la otra.
El solo hecho de venir dotados de una CPF muy desarrollada no es garantía de saber usarla. Cualquier cerebro sano tiene el enorme potencial de desarrollar plenamente sus capacidades más elevadas desarrollando su CPF. Esta capacidad se ve enormemente condicionada por el entorno. Cuanto más amenazante sea el entorno, más difícil nos resultará pasar de modo “supervivencia” a modo “trascendencia”. A trascender se aprende. Algunos pocos son autodidactas, la mayoría necesitamos que nos enseñen, nos muestren el camino y nos inspiren con el ejemplo.
El principio talento - habilidad también se aplica al desarrollo de nuestra CPF y la consciencia: por más talento que tengas, si no lo ejercitás y desarrollás nunca tendrás la habilidad. Messi no es un buen jugador solo porque nació con un talento, sino porque hizo el esfuerzo de desarrollar su talento y de convertirlo en una gran habilidad. Todos nacemos con el “talento” de la consciencia, pero la habilidad de usarla y desarrollarla la alcanzan aquellos que deciden entrenarla.
Nuestra conciencia plena, nuestra habilidad de “darnos cuenta de”, se puede desarrollar. Y este desarrollo se ve afectado por un principio elemental al que podemos llamar “De afuera hacia adentro”: es más fácil darse cuenta de cómo está el clima (lo de afuera) que darnos cuenta de cómo nos estamos sintiendo (lo de adentro).
Nuestros 5 sentidos cuentan con exteroceptores que nos permiten decodificar la información externa y ponerla en el lenguaje de nuestras neuronas: el impulso nervioso. Y también cuentan con interoceptores que nos informan sobre nuestro mundo interior. Los exteroceptores tienen un umbral de excitación muy bajo, lo que hace que descarguen señales con mucha facilidad. Los interoceptores tienen un umbral de excitación más alto. El más leve ruido extraño o sombra inesperada captada por nuestros exteroceptores puede paralizarnos de miedo, pero para que una señal interoceptiva nos paralice necesitamos un estímulo más fuerte. Solemos acordarnos de nuestra salud cuando nos enfermamos, cuando nuestros interoceptores advierten sobre alguna gran anomalía.
Nuestras vísceras (corazón, hígado, riñones, intestinos, etc.) tienen interoceptores que le reportan permanentemente a nuestro sistema nervioso sobre cualquier cambio o novedad. “La salud es el silencio de los órganos”, solían decir en la antigüedad. Esta visión, aunque incompleta (somos más que solo vísceras sanas o enfermas), es muy acertada.
La información exteroceptiva (mundo exterior) es potencialmente más relevante para nuestra supervivencia que la información propioceptiva (mundo interior). No es de sorprenderse que nos resulte más fácil darnos cuenta de todo lo que pueda afectar nuestra supervivencia que de lo que pueda afectar nuestra trascendencia.
Para pasar de modo “supervivencia” a modo “trascendencia” necesitamos desarrollar nuestra capacidad de posar nuestra consciencia sobre nosotros mismos. Nuestro cerebro puede ser entrenado para desarrollar sus capacidades de observación, pasando gradualmente de las más básicas u obvias (por ejemplo, estímulos exteriores) a la observación de aspectos más sutiles y elevados (por ejemplo, observar nuestros pensamientos).
Para desarrollar las capacidades de autoobservación propias o ajenas, es muy útil tener en cuenta la forma en la que la naturaleza ha “moldeado” nuestro sistema nervioso a lo largo de miles de millones de años de evolución, haciéndolo cada vez más complejo.
Tenemos un “orden jerárquico de organización de nuestras vías sensoriales” que va de lo más simple a lo más complejo. A medida que ascendemos en este orden, más complejos son los procesos que se ejecutan.
El nivel más básico en el que están involucrados los receptores es el de las sensaciones: “sentimos” algo pero no podemos definir qué es.
El segundo nivel, en el que está implicada la corteza sensorial primaria, es el de la percepción (podemos identificar aspectos como textura, temperatura, peso, forma, etc.).
El tercer nivel, en el que está involucrada la corteza asociativa, es el de la cognición. En esta instancia identificamos lo que fue sentido y percibido.
En un cuarto nivel, en el que está involucrado el sistema emocional, es el de la emoción. Aquello que fue sentido, percibido y reconocido produce una respuesta emocional. Nuestro hipotálamo libera las hormonas asociadas a la emoción de turno, que viajan por nuestro sistema circulatorio, alcanzando nuestras vísceras (órganos), produciendo a su vez nuevas sensaciones, que son leídas por nuestros interoceptores. Estos producen nuevamente sensaciones, percepciones, cogniciones y reacciones emocionales, en círculos en los que sabemos cuál es el principio y cuál es el fin. Esto es explicado con el clásico ejemplo de “no sé si corro porque tengo miedo o tengo miedo porque corro”.
Estos círculos pueden funcionar en forma totalmente automática o… Podemos acceder al quinto nivel, el de la autoobservación. En este estadio, principalmente gracias a nuestra corteza prefrontal, podemos observar conscientemente lo que sucede en los anteriores 4 niveles (que ya estaban funcionando en forma automática), abriéndose así la posibilidad de interactuar con ellos.
Darnos cuenta de que estamos transitando un determinado estado emocional es más complejo que tomar consciencia de un “reporte” interoceptivo directo como puede ser un dolor de estómago, ya que requiere de la participación de más estructuras y del reconocimiento de la actividad de las mismas. Esta capacidad de autoobservación es una de nuestras posibilidades más elevadas de conciencia.
Este orden jerárquico también determina cuáles son las cosas que conscientemente podemos observar con más facilidad.
Así como establecimos que un principio fundamental a tener en cuenta a la hora de pretender desarrollar la conciencia es que es más fácil observar el mundo exterior que el interior, también podemos establecer que cuanto más alto estamos en la vía sensorial y más complejo es el proceso involucrado, más difícil es poder observarlo. Es mucho más fácil darse cuenta de que algo tiene filo que de cómo nos sentimos, porque en el sentir estamos observando círculos que involucran muchos procesos de diversa complejidad, mientras que el percibir es menos complejo y, por lo tanto, más fácil de observar.
Algunos tienen más facilidad para conectarse con estos niveles que otros, pero todos tenemos el talento (la posibilidad) de entrenar nuestra capacidad innata de autoobservación y de convertirla en una habilidad.
Nuestra facilidad natural para conectarnos con el afuera también puede ser el punto de partida para desarrollar nuestras capacidades de autoobservación. Cuanto más conscientemente observemos el entorno, cuanto más nos demos cuenta de lo que pasa alrededor nuestro, ya no en forma automática sino en forma consciente, más entrenaremos a nuestro sistema nervioso para que observe cada vez mejor. El cerebro que desarrolla la capacidad de observar conscientemente el mundo exterior puede utilizar esta capacidad para observar también el mundo interior, ya que al observar conscientemente estamos desarrollando y fortaleciendo las redes neurales correspondientes al “modo observación”. Una vez desarrollada esta capacidad podremos dirigirla tanto hacia aspectos fáciles de observar (mundo exterior) como hacia los más difíciles (mundo interior).
¿De qué sirve desarrollar nuestra autoobservación?
“Observar abre nuevas puertas al cambio”.
Para poder observar necesitamos dos cosas: un observador y algo que observar. De la misma manera, cuando nos observamos a nosotros mismos estamos “dividiéndonos” en dos: hay algo que nos está pasando y también hay algo que observa lo que pasa. Gracias a esta capacidad podemos ser conscientes de que somos conscientes, podemos saber que sabemos, podemos tomar consciencia de lo que pensamos o sentimos. Cada vez que posamos la conciencia sobre nosotros mismos entrenamos el “músculo” de la autoobservación. Cuanto más fortalecidas están estas redes neurales, más fácilmente podremos observar lo que nos pasa y más rápidamente interactuar con ello, cambiando las actitudes que nos resultan perjudiciales o fortaleciendo las que nos hacen bien. Las emociones son inevitables y nos comandan a reaccionar de diversas maneras.
Cuanto más desarrollada tenemos nuestra capacidad de autoobservación más chances tenemos de actuar más allá de lo que nuestras emociones nos comandan, pudiendo liberarnos de las actitudes que nos hacen mal y fortaleciendo las que nos suman en valores. Ésta es una de las libertades más grandes a las que puede aspirar un ser humano: dejar de ver a las emociones como órdenes para empezar a entenderlas como opciones. Somos más que nuestras emociones. Las emociones son inevitables, pero las actitudes son opcionales… Siempre y cuando podamos darnos cuenta de lo que nos está pasando, ser conscientes de lo que nos está pasando, para poder así salir de los circuitos automáticos. Si no nos damos cuenta simplemente obedeceremos lo que las emociones comanden. Esta libertad es uno de los mejores legados que podemos desarrollar y compartir.
A veces somos ansiosos en este proceso y pretendemos poder observar, o que otros observen, niveles muy complejos de organización sensorial. No todos pueden observar y reconocer fácilmente un sentimiento. La simple pregunta “¿cómo te sentís?” puede resultar amenazante o atemorizante para muchos cerebros. Es común encontrar adultos y niños que no pueden reconocer sus propias emociones y sentimientos.
Es fácil ver los impedimentos físicos de una persona. Cuando alguien anda con muletas o silla de ruedas tendemos a ser naturalmente comprensivos. Pero cuando los impedimentos son emocionales no siempre los podemos ver y menos aún ser comprensivos. Atrás de esta incomprensión muchas veces viene el distanciamiento y el enojo u ofensa. Le pedimos peras al olmo y nos enojamos por qué no nos las da; el olmo se frustra porque no puede con lo que le piden.
Los humanos, a diferencia de los olmos, tenemos una gran ventaja: un cerebro neuroplástico. Este “detalle” nos da la posibilidad de aprender, cambiar y madurar.
Podemos ayudar en estos procesos yendo paso a paso, teniendo en cuenta tres principios básicos:
- Proximidad: de afuera hacia adentro.
- Simplicidad: de lo más sencillo a lo más complejo.
- Adecuación: partir de la realidad del educando.
Estos principios pueden ayudarnos a fortalecer el nivel de desarrollo de capacidad consciente que hay, para usarlo como puente para acceder a los niveles que queremos. Partiendo de lo que tememos usándolo como base para llegar a niveles más complejos de elaboración sensorial.
Teniendo en cuenta esto, los primeros dos principios (proximidad y simplicidad) y para poder aplicar el tercero (adecuación), les dejamos algunos tips que pueden ser tenidos en cuenta para realizar ejercicios de fortalecimiento de las redes neurales de autoobservación.
Una pregunta muy frecuente suele ser ¿Cuánto tiempo lo hago? No hay una respuesta directa y única a esta pregunta. Estamos hablando de niveles de maduración del sistema nervioso y de entrenamiento del mismo. Como regla orientativa podemos establecer que la edad cronológica menos dos o tres minutos suele ser un buen parámetro. Teniendo en cuenta que esta regla se aplicaría hasta la edad en que un cerebro termina de desarrollarse (25 años aprox.) Es decir, una persona madura puede hacer este tipo de prácticas de autoobservación durante unos 22/23 minutos y un niño de 6 años, unos 3/ 4 minutos y así sucesivamente. Al menos en un comienzo, todos estos tiempos son relativos al nivel de desarrollo y entrenamiento del sistema nervioso y al tipo de ejercicio realizado. Por eso es fundamental tener en cuenta el principio de adecuación. Por ejemplo, en trabajos en penales hemos comprobado que por más que la edad cronológica pueda ser alta, los ejercicios a aplicar deben estar adecuados a edades mucho más bajas, ya que cerrar los ojos y bajar el nivel de atención en el entorno puede ser algo sumamente estresante para cerebros en permanente alerta de supervivencia.
Tips:
- Empezar por el afuera: observar lo que podemos percibir a través de los sentidos: ver, oler, tocar, oír y saborear.
- Cerrar los ojos nos desconecta de nuestro principal anclaje al mundo exterior. No todos aceptan esta transición de buena gana. Para estos casos una opción intermedia es más viable: dejar los ojos entreabiertos, e ir gradualmente “achicando” lo que podemos ver, preferentemente con la vista fija en un solo lugar/objeto.
- Al cerrar los ojos, o mientras los cerramos, llevar la atención a la información que proveen otros sentidos (sonidos del ambiente, lugar donde estoy sentado, mi ropa contra mi cuerpo, etc.).
- Pasar a lo más fácil de observar en nosotros. Por ejemplo, en nuestro cuerpo: posiciones (sentado, parado, recostado, etc.), cómo se distribuye el peso (¿parejo entre pies? ¿espalda derecha? Ser concretos en lo que hay que observar. Aquí podemos “jugar” con el nivel de “sensación” (¿qué sensaciones registro?).
- Relajar esfuerzos innecesarios por sostener posturas o posiciones. Buscar estar como queremos usando el menor esfuerzo posible. Si estamos parados dejar que el piso nos sostenga, si estamos sentados que sea la silla, banco o piso. Soltarse.
- Pasar a lo más fácil de observar en nuestro cuerpo: la respiración (ritmo, profundidad, temperatura en la nariz al entrar el aire y al salir, diferencia de tensión al inhalar y exhalar, qué tan abdominal es, etc.).
- Diferenciar entre el observador y lo observado (eres más que tu respiración, tus pensamientos, tus sensaciones o sentimientos) de acuerdo al nivel de complejidad en el que estemos realizando la observación.
- Se pueden dejar de lado esfuerzos innecesarios (al menos en un comienzo) por visualizar o concentrarse en lograr algo en particular. El esfuerzo de la concentración sostenida puede ser cansador y provocar tensión, ansiedad o frustración. Aceptar y observar pasivamente ya puede ser un desafío suficiente para muchos. Invitar a hacer estos ejercicios con una sensación de “pereza”, sin esfuerzos, buscando generar memorias positivas (agradables) al ejercicio que hacemos. ¡Para que nuestro cerebro quiera repetir la experiencia!
- Luego del nivel de la respiración, podemos pasar a observar pensamientos. Invitar a la observación pasiva, sin esforzarse por bloquear o desviar nada. Poner a los pensamientos en perspectiva, invitando a no aferrarse a ellos, observar que son impulsos electroquímicos inevitables, automáticos y… ¡Cambiantes!
- Siguiendo con el principio de menor a mayor complejidad, podemos pasar al nivel más complejo: los sentimientos (la lectura y registro de lo que sucede en nuestro sistema emocional). Consejo: no forzar. Pueden haber o no observaciones de lo que pasa a este nivel. En este nivel se puede invitar al observador pasivo, sin esforzarse por evitar o lograr algún sentimiento en particular. ¡Inclusive podemos observar cómo observamos! ¡Saber que sabemos!
Sapiens sapiens, así nos hemos autodenominado. Una posibilidad excelente, sin dudas…
¡Qué tengan una hermosa semana!
Bibliografía:
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